La migración aumentó el comercio en Riobamba

Riobamba

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Silvia Maji, en el centro de Riobamba, es propietaria del almacén de electrodomésticos y muebles para el hogar. Foto: Glenda Giacometti/EL COMERCIO

Las canciones populares en kichwa suenan en alto volumen a lo largo de la calle Carabobo, en el sector del mercado La Condamine, en el centro de Riobamba. En la zona abundan los locales de venta de discos compactos, también los almacenes de ropa y de electrodomésticos que ofrecen facilidades de pago, pero en su mayoría, son tiendas abastos.

Todos estos locales están administrados por indígenas que, como María Caiza, migraron de Colta, Guamote y otras parroquias rurales de la capital chimboracense, desmotivados por las pocas ganancias que obtenían de la agricultura.

En Riobamba, tres barrios son reconocidos por la cantidad de comercios indígenas, que empezaron a instalarse en el 2000 como La Condamine, Santa Rosa y San Francisco.

En un inicio había tiendas que ofertaban productos de primera necesidad al granel como arroz, azúcar, fideos… pero ahora hay cerca de 450 locales de productos variados según un estudio elaborado por las cooperativas de ahorro y crédito indígenas.

Caiza instaló su negocio de gorras, ropa infantil y accesorios hace seis años. Tomó la decisión de migrar de su natal Columbe, por la falta de dinero para el sustento de su hogar. Las ganancias por la venta de sus cultivos de hortalizas ya no eran suficientes para vivir.

En esa época, sus vecinos y familiares también empezaron a dejar el campo. Ellos hablaban de la poca rentabilidad de la agricultura comparados con las “grandes ganancias que dejaban las ventas”. “La idea de vivir mejor me tentó a venir”, cuenta la mujer de 35 años.

Ella comparte la realidad de muchas de las mujeres indígenas que llegan a la ciudad. Obtuvo un trabajo como empleada doméstica en una vivienda, ahorró y así logró abrir su negocio propio.

Habita en el Barrio La Condamine, que es uno de los que más migrantes acoge en la ciudad. Eso se evidencia por la diversidad de atuendos originarios de los pueblos de Chimborazo que pueden observarse al recorrer las calles de la urbe.

Los anacos negros con rebozos cruzados, por ejemplo identifican a los indígenas de Colta. Los comerciantes hablan kichwa y son amables con sus pares que arriban a la ciudad en los días de feria para comprar productos. Incluso en algunos sitios ofrecen comodidades de pago para ellos, sin embargo con los mestizos son recelosos, desconfiados y prefieren no dialogar sino se trata de una venta o un asunto de negocios.

“Acá la gente es mala. Nos han intentado robar”, dice uno de ellos mientras acomoda los quintales de maíz amarillo apilados en su tienda.

Para el sociólogo Cristian Álvaro, la desconfianza que sienten los indígenas en la ciudad es normal. Según él, el cambio de la vida tranquila del campo, donde la mala conducta como los hurtos o la violencia se juzgan de forma distinta, a la ciudad genera el temor y el recelo.

“El fenómeno migratorio implica varias consecuencias sociales. Mudarse de un entorno tranquilo a uno distinto cambió en la cotidianidad de las familias que intentan adaptarse. Ellos trajeron sus prácticas culturales, creando así comunidades indígenas en la urbe”, opina Álvaro.

El mestizaje entre las costumbres del campo y la ciudad es evidente en los barrios del sur y del oeste de Riobamba, donde hay asentamientos de migrantes. En el barrio La Libertad habitan cerca de 400 familias oriundas de Flores, Cebadas y Licto. En cada casa hay un huerto de hortalizas y la gente conserva su vestimenta.

“En los barrios urbanos nos discriminaban y nos menospreciaban. Para tener un espacio propio aquí, tuvimos que luchar contra los traficantes de tierras y presionar en el Municipio para que nos den los servicios básicos necesarios”, cuenta Luis Castillo, uno de los dirigentes barriales.

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