La revolución de los aprendizajes no es una ficción. El mundo es ahora diferente gracias a las tecnologías de información y comunicación, que se resumen en el uso de la Internet y sus aplicaciones. Si esta premisa es cierta sería interesante utilizar esta poderosa herramienta para construir una sociedad diferente, de rostro humano y bien conectada. ¿Será posible?
La denominada ‘tercera ola’ es una realidad; es decir, la revolución del conocimiento que pronosticó Marshall McLuhan en la década de los 70, y lo describió, más tarde, con tanta sabiduría, Alvin Toffler, precisamente, en una de sus obras más famosas: ‘La tercera ola’.
Esta revolución silenciosa –por ser producto del ingenio humano, a través de malabares tecnológicos- y la más bulliciosa de la historia humana –porque ha convertido al mundo en un espectáculo- ha comenzado, y sus efectos apenas los podemos descifrar.
Los dos lados de la moneda
En efecto, la naciente revolución audiovisual está llegando al núcleo central de la sociedad humana, a través del lenguaje –y de los nuevos lenguajes que se crean- en procura de nuevos inventos y aplicaciones que, por un lado, facilitan la vida de las personas, y por otro, nos oprimen.
Expliquémonos. Es conocido que las tecnologías tienen su lado amigable: ayudan a comunicarnos mejor, en forma rápida y barata; promueven los intercambios -la ‘mundialización’ o ‘ciudadanización’ del mundo; los aprendizajes y todos los conocimientos están ahora alcance de todos y no solo de los eruditos; se han facilitado las transacciones, las actividades laborales, el mejoramiento de la salud, y lo que es más impresionante: se ha producido una cercanía o proximidad de todos los seres humanos, por la eliminación de las fronteras físicas y el cambio paradigmático, de lo analógico a lo virtual, de lo manual a lo digital, que incluso ha llegado a afectar al poder, antes centrado en las élites y hoy en las redes sociales.También hay que reconocer que la Internet ayuda a fortalecer el tejido social, a nivel planetario, genera reciprocidad y solidaridad entre los pueblos y naciones.
El otro punto –el más peligroso y preocupante- es el mal uso de esta diosa, que por ser un producto humano tiene su lado oscuro. Las principales amenazas, al principio, eran los virus informáticos; ahora son legiones de anarquistas que usan la red para otros fines, no siempre inofensivos: el robo de información de cuentas bancarias; la usurpación de patentes y documentos privados o públicos; la explotación de personas, especialmente menores de edad; el plagio como delito académico y en general la reprografía; las extorsiones y secuestros virtuales, que crean, artificialmente, escenarios de miedo y terror.
El amor y el odio…
Se ha reconocido que el mundo es un aula. Y es verdad. El mundo es un espacio privilegiado para aprender y desaprender; un campo para descubrir la verdad y la realidad por sí mismo; su nueva cara es la información jamás vista, pero también un escenario supuestamente peligroso, donde se expresan todas las pasiones, todas las iniquidades, todas las pobrezas humanas. En otras palabras, en la red se encuentra la belleza y la fealdad; el amor y el odio; la profundidad y la superficialidad; lo sagrado y lo profano; lo divertido y lo pervertido; la devoción y la adicción.
¿El homo videns en camino?
Sería incompleto no mencionar en esta narrativa a Giovanni Sartori, quien en ‘El homo videns’ ofrece algunas pistas para entender el fenómeno en ciernes. La idea central de Sartori es que ‘el homo sapiens, un ser caracterizado por la reflexión para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira pero que no piensa, que ve pero no entiende’. Y un mundo concentrado solo en el hecho de ver –según las palabras del científico- es un mundo estúpido’.
Las repercusiones de las nuevas tecnologías en la educación son evidentes, y Sartori no ignora las repercusiones políticas del surgimiento del homo videns.
¿Una ética para las tecnologías?
La pregunta no tiene respuestas fáciles. El ser humano se ha dado cuenta que ha creado un verdadero engendro casi inmanejable, aunque ciertos países han comenzado a restringir ciertos programas y navegadores, sea por motivos ideológicos, políticos o comerciales.
Otras preguntas, asimismo, interesantes son: ¿Es que la libertad de información tiene límites? ¿Quién o quiénes serían los encargados de escoger, regular o decidir lo que se debe ver, aplicar o no aplicar, aprender y no aprender?
Sería bueno que este debate ingrese al ámbito público y también al privado. Las familias tienen mucho que decir al respecto, porque la nueva era ha llegado a nuestros hogares, y la escuela tradicional está en franca retirada.
Es tiempo, entonces, de pensar y repensar este fenómeno, que es inédito. Y dialogar sin ataduras, sin complejos, sin dogmas. Porque el mundo, con sus maravillas y conflictos, es un aula y no solo como metáfora. ¿Estamos preparados para discriminar la denominada basura mediática y convertirnos en mediadores –facilitadores- de opciones responsables para construir ciudadanía? ¿Es que todos somos educadores, o simples usuarios o clientes de aplicaciones tecnológicas?