Los aeropuertos y sus pistas están llenos de anécdotas, de historias que cruzan la línea de lo imaginario y de la fantasía para convertirse en relatos que se cuentan de generación en generación.
Cuando se inauguró el nuevo aeropuerto de Quito, en febrero del 2013, recuerdo haber visto en las redes sociales fotos de la nueva terminal, de los aviones aterrizando y despegando. Pero también se publicaban imágenes de paseos familiares. Sí, estaban de paseo en la cabecera sur, haciendo picnic junto a vendedores ambulantes que ofrecían choclos, pinchos, colas… mientras veían a los aviones aproximarse a la pista de aterrizaje.
Esas fotografías me llevaron a los recuerdos de mi niñez, en Cuenca, cuando los paseos de domingo tenían al aeropuerto como destino. Allí, con helado en mano, veía con mi papá, a los aviones de San o de Tame.
Y mientras esperábamos, una de esas tardes escuché una historia imposible de olvidar. Era noviembre de 1960 o 1961 y el entonces Presidente de la República, José María Velasco Ibarra, estaba en Cuenca por las fiestas de noviembre. Empezaba a caer la noche y el mandatario decidió regresar, sin previo aviso, a Quito. Pero había un problema: el aeropuerto de mi ciudad natal no tenía iluminación. De hecho, la iluminación de la pista se concretó hace cerca de 10 años.
Las autoridades le informaron a Velasco Ibarra sobre el pequeño inconveniente, pero él no se hizo problema: pidió traer camiones del Ejército para estacionarlos uno al lado de otro, encender las luces e iluminar la pista, según la historia de mi papá. Así, Velasco Ibarra, en la práctica, inauguró los vuelos nocturnos de la terminal aérea cuencana.
He tratado de encontrar noticias al respecto en periódicos cuencanos, pero no he tenido suerte. Eso sí, la anécdota incrementó mi gusto por el mundo de la aviación.
En otra ocasión supe que la pista servía para aprender a manejar auto. Mi papá, un tío y un par de conocidos lo confirmaron. Los domingos, por lo general, la pista era el espacio elegido para embragar, acelerar y frenar, con la supervisión del papá o de un hermano mayor. Y en alguna ocasión la pista fue escenario de los comentados y polémicos piques.
Otras historias más terrenales incluían elevar cometas o acostarse en las cabeceras para mirar la panza de los aviones elevándose o aterrizando.
En Quito pasaba algo similar y así lo describe Alfonso Reece, en un artículo publicado en la revista Mundo Diners. “Rara vez las precarias mallas que rodeaban la pista del Mariscal Sucre estaban íntegras. Allí hacíamos ‘experimentos’, por ejemplo, intentar golpear con piedras a los aviones que llegaban. Nunca lo logramos. Mucho peor era ponernos detrás de las turbinas de los jets, para experimentar la sensación de ser lanzados por el potente chorro, a cambio de recibir golpes de arena y piedrecitas. A veces, y solo al final de estas aventuras, un carro de bomberos se dirigía a gran velocidad desde el terminal para desalojarnos. Jamás llegó a alcanzarnos”.
En Latacunga, por su parte, hay historias que combinan la aviación con la gastronomía. En la capital de Cotopaxi se cumplía un ritual. Familias y grupos de amigos salían de sus casas, pasaban por la plazoleta de San Buenaventura, compraban tortillas de palo (maíz) y llegaban hasta la cabecera norte. Allí se instalaban y gustaban o disfrutaban de los grandes aviones de carga.
Estas y decenas de otras anécdotas (que seguramente ustedes guardan en su memoria) son muestras de la fascinación que generan los aeropuertos y confirman que las pistas de aviación mantienen anécdotas que no se borran con el tiempo.