Resulta interesante observar en varios países de América Latina dirigidos por gobiernos de corte populista, cómo han reaccionado ante la posibilidad que políticos de otras tendencias capten el poder en las nuevas disputas electorales. El caso más notable, por lo cercano en el tiempo, es el de Brasil.
El Partido de los Trabajadores al que pertenece la actual gobernante, ha desplegado una campaña de descrédito en contra de su antigua aliada, Marina Silva, puesto que existe una alta probabilidad que en una segunda vuelta derrote a Dilma Rousseff. La han acusado de incapaz y de no tener una estructura. Claro que difícilmente alguien puede competir con un rival apoyado por un partido que ha estado cerca de doce años en el poder, que ha sumado respaldos a través de una política de subsidios con dineros estatales. Pensar que una disputa electoral en esas circunstancias se puede dar en igualdad de condiciones resulta iluso. Pero así y todo, para evitar sorpresas la maquinaria partidista ha arremetido en tal forma en contra de la rival con opciones, que no desean dejar ningún espacio para imprevistos. No aceptan la posibilidad que cabe en democracia, que la preferencia electoral no recaiga en ellos.
Al parecer, han adecuado posiciones filosóficas de autores que no son de su gusto, pero que en otras condiciones les son útiles. El proceso histórico ha llegado a su fin desde que ascendieron al poder. De ahí no queda más que mantenerlo y sostenerlo, así sea necesario contradecirse de sus dichos o alterar la verdad cuando ella no se adecúe a sus propósitos. Son una suerte de predestinados, los únicos que entienden la marcha de la historia y, con un determinismo propio de catequesis de bachillerato, son capaces de afirmar que los procesos dialécticos han terminado.
Y no es que en sus filas no existan personas que, en algún momento, no han tenido cierta prestancia cultural. Hay que ver esos manifiestos de grupos que son parte del llamado mundo intelectual que despliegan en los diarios oficiales, voces de pensadores e incluso exteólogos que señalan que nada es comparable con lo experimentado con la gestión de estos gobiernos. La propaganda es inmensa y muchos se prestan al juego del poder. No es la primera vez que se puede apreciar a obsecuentes que se vuelven diestros en las prácticas de genuflexión.
Lo que resulta admirable es contemplar la forma fácil en que amplios segmentos de la población aceptan como válidas tantas falacias. Luego de las montañas de hechos que han convertido a gran parte de la población latinoamericana en seres carentes de oportunidades, todavía se dejan seducir por las propagandas oficiales. Paradójicamente, son los más pobres los que aún son proclives a considerar que algo bueno podrán esperar de estas administraciones.
Lástima que mientras pasa el tiempo generaciones enteras pierden la posibilidad de insertarse en procesos que les permitan alcanzar un desarrollo integral, material y cognoscitivo, alejadas de dogmas y resentimientos, donde la gran mayoría pueda sentir que forma parte de un todo.