La violencia desatada en los Estados Unidos, como protesta por la brutalidad policial que ocasionó la muerte de un ciudadano negro, ha puesto de relieve no solo la subsistencia testaruda de una mentalidad discriminadora en la sociedad yanqui, sino las consecuencias del autoritarismo del presidente Trump. Sus convicciones políticas, endurecidas por sus practicas mercantilistas y su éxito económico, obtenido en un mundo en el que, para triunfar, frecuentemente se dejan de lado la ética y la ley, le llevaron a tomar las riendas del país bajo el controvertido lema de “America First”.
Consideró, como se dice en México, “que su palabra es la ley”. Al levantar murallas de aislamiento egoísta, olvidó el liderazgo democrático que corresponde a la primera potencia mundial, agudizó las tensiones globales, ofendió innecesariamente a sus aliados europeos y agrietó al multilateralismo. Su política frente a China tomó el rumbo de una guerra comercial, agravada por sus recientes acusaciones sobre el origen del virus que está cambiando la historia del mundo. Olvidó que el gigante dormido, del que ya en el siglo XIX hablaba Napoleón, está despierto y consciente de su poder y su capacidad de influencia.
Los aparentes éxitos económicos de su gestión empiezan a convertirse en tigres de papel, como resultado de ese diminuto invasor universal que todo ha trastocado y cuestionado: el coronavirus. El desempleo y las pérdidas de puestos de trabajo han alcanzado límites jamás pensados.
La discriminación, por cualquier motivo que sea, está condenada no solo por la legislación positiva internacional y nacional sino, sobre todo, por la razón y el buen juicio. Es inaceptable que en pleno siglo XXI subsistan rezagos de doctrinas y prácticas que reniegan de la igualdad esencial entre todos los seres humanos y van en contra de los principios básicos de coexistencia civilizada.
Por eso, el asesinato de un ciudadano norteamericano negro, torturado públicamente por un policía que lo asfixió mientras la macabra escena era transmitida en todo el mundo, hizo estallar protestas en más de cuarenta ciudades norteamericanas y muchas de otros continentes. Una vez más. Trump decidió combatir la violencia de las manifestaciones con violencia oficial. Entonces, EE.UU. experimentó lo que habría parecido imposible: un toque de queda ordenado por el Presidente fue desoído por la población, altos jefes militares se pronunciaron públicamente en contra de la decisión presidencial y diplomáticos norteamericanos se declararon avergonzados por las decisiones de Trump que contradicen abiertamente los principios democráticos que el gran país del norte practicaba, defendía y simbolizaba.
La violencia tomó el color de la discriminación…y ardió en saqueos el corazón mismo de Manhattan.