Pronunciamos con fastidio, enojo o desprecio: “paisito”. “Paisito” como sinónimo de anodino, ruin, abyecto. Tragedia para muchos: haber nacido en Ecuador. Nombre de línea imaginaria, pero creación de antiguos dioses con raíces apareadas con las más nobles progenies de la historia.
Con muecas y mohines nombramos “paisito” al nuestro, endosándole todos los males que nos acaecen. El diminutivo se oye –sórdida muletilla– en universidades y colegios, en tertulias familiares, en barrios Made in USA, en suburbios y tugurios.
País donde anidan todos los climas; desde la Amazonía a los páramos andinos, desde la Costa hasta las llameantes cimas de sus volcanes: naturaleza única, ese es nuestro Ecuador. ¿“Paisito”, como pregonamos desde el amargor más deplorable?
Para hablar de “identidad” –palabra balbuceante por la mundialización que vivimos–, hay que enseñar a nuestros párvulos a conocer y amar su lugar de origen. Conquista y Colonia gestaron el mestizaje, pero antes nos nutrieron nuestras culturas madres: Valdivia, Machalilla, Chorrera, Narrío, Tolita, Jama Coaque, Bahía, Guangala, Panzaleo… Sincretismo. Templos, esculturas, imágenes sacras, artistas indígenas superando en genio y destrezas a sus “maestros” españoles.
País pequeño y agredido, pero grande por su gente, sus artistas y pensadores: Caspicara, Pampite, Legarda, Miguel de Santiago, Goríbar, Samaniego, Guayasamín, Kingman, Tábara, Viteri, Endara Crow… Olmedo, Rocafuerte, Montalvo, González Suárez, Carrión, los Cinco como un puño, Carrera Andrade, Gangotena, Dávila Andrade…
Los deberes no se impetran, sirven para ser cumplidos. Nuestro deber primordial: defender nuestra dignidad. En estos días, asistimos a la traición de un expresidente prófugo de la justicia, maltrecho y disparatado, mascullando rogativas para que el mundo nos castigue. Somos libres para repudiar un acto que quebranta la soberanía de los demás países; somos libres para defender nuestra dignidad saqueada por el fugitivo y su pandilla.