Edith Abarca: ‘Con vivir ya me basta’

Edith Abarca/ Mujeres 4.0

Edith Abarca/ Mujeres 4.0

Introducción

Edith Abarca es muy distinta en persona a la imagen que uno se hace de ella por teléfono. Al solo escucharla, uno se imagina a una mujer mayor. Su voz especialmente grave es consecuencia de una traqueotomía a la que tuvo que someterse a causa del síndrome Guillain-Barré, que hace dos años la paralizó en cuestión de horas. Con mucha disciplina y unas ganas indescriptibles de vivir, Edith ha logrado retomar su vida, encontrar un nuevo trabajo, volver a su pasión: el aikido. Es dulce y alegre, pero no sonríe ante la cámara, porque hasta el momento de esta sesión de fotos no sabía que le queda muy bien mostrar los dientes cuando lo hace.

Testimonio

Cuando cumplí 40 sentí como si cumpliera dos añitos de vida, porque recién había vuelto a aprender a hablar, a comer, a caminar... Tuve que empezar de cero. Y realmente me volví a sentir viva, plena, joven. De hecho, no me cogió tan fuerte como cuando cumplí 30.

Hace dos años tuve un síndrome que se llama Guillain-Barré, que me paralizó 100 por ciento el cuerpo; le da a una de cada 100 000 personas en el mundo. Es rarísimo, no se sabe cómo te da. Estuve cuatro meses en terapia intensiva. Me pusieron un respirador por acá (se señala el cuello, donde tiene una cicatriz) porque me hicieron una traqueotomía.

Solo movía los ojos. Y claro, las expectativas de vida, al principio, fueron cero. Al mes de estar en terapia intensiva, le dijeron a mi hermano: "Parece que va a vivir, pero va a quedar con secuelas graves: no podrá hablar, no podrá comer, no podrá respirar, no podrá moverse". A los 3 meses ya empecé a moverme, y dijeron: "Sí va a salir, pero en silla de ruedas y con respirador". A los cuatro meses, dijeron: "La flaca lucha tanto que va a salir bien". Y cuando salí a una habitación, hice ocho horas diarias de terapia. Tenía que aprender todo de nuevo.

Cuando, al principio, me decían que me iba a morir, saqué fe; y solo pensaba que si Dios consideraba que era el momento, estaba lista. Tal vez era más fácil para mí la idea de que podía morir, porque no tengo hijos ni nadie que dependa de mí.

Solo confiar en Dios me ayudó durante esos cuatro meses. Yo antes no era tan creyente, pero me aferré a Dios. Con esta experiencia yo sentí que había una fuerza superior, que te acoge y te protege y que te hace resignarte a lo que sea. Porque ya sientes que no eres dueña de lo que pasa. Ahora mi fe se fortaleció, voy a misa los domingos (sonríe). Voy a agradecer, porque siento que tuve una segunda oportunidad de vida.

Me aferré a mejorarme y me negué a usar silla de ruedas y a quedar viva mal. Empecé a mentalizar que podía moverme; pero yo no podía mover nada de nada. En mi mente sí me movía y de a poquito se fue dando.

Gracias al aikido (que practica hace 12 años) aprendí a ser constante y disciplinada. Cuando tú haces una disciplina deportiva repites mucho. Eso fue lo que me ayudó en la terapia: repetir, repetir y repetir. Eso le devolvió el movimiento, la fuerza y la musculatura a mi cuerpo.

Lo que más me ha costado es aceptar que uno tiene límites, ya sea por la edad o por enfermedad. Me ha costado aceptarme como un ser vulnerable. Y ahora lo que más me ilusiona es estar sana. Con vivir ya me basta. Y si estoy viva a los 50 me veo recorriendo el mundo, ojalá haciendo trabajo social, sirviendo a alguien.

Suplementos digitales