El testamento de Buzzati

Era sábado. En las ediciones de fin de semana de los diarios suele no suceder nada. Pero ese sábado 29 de enero de 1972 se imprimió como portada la foto, inusualmente grande, de uno de sus colaboradores. En el centro, abajo, alineado con la marquesina superior que dice Corriere della Sera, está Buzzati. La noticia ocupa más espacio que el terrorismo croata, que las discusiones sobre el divorcio, que el conflicto entre Inglaterra y Malta o que el arresto de un dirigente estudiantil en Milán. Y el espacio en los periódicos impresos era todo un lenguaje en venta.

Está con las manos juntas como cuando los niños se preparan para decir sus oraciones de la noche. Abotonado y de corbata negra, el periodista italiano –prefería que le llamen periodista a que le llamen escritor– mira hacia su izquierda, parece que escucha a alguien, pero su sonrisa inclinada revela que está realmente en otro lugar. Tal vez la misma sonrisa –¿y el mismo cuello ajustado?– que está contenida en la última palabra, del último párrafo, del último capítulo de El desierto de los tártaros, su producción más importante, visada por Borges como una pequeña obra maestra.

La novela, publicada en 1940, cuenta la historia del oficial Giovanni Drogo que, al terminar sus estudios militares, es destinado –en principio por poco tiempo– a la Fortaleza Bastiani: una fantasmagórica construcción fronteriza, sin momento histórico ni ubicación geográfica, aislada en medio del desierto. Su objetivo es vigilar una posible invasión de un enemigo que no se sabe si realmente existe. Dicho de otra manera: Dino Buzzati cuenta la historia de unos hombres que se refugian en la comodidad de sus rutinas castrenses –rutinas que incluyen, lógicamente, placeres– mientras esperan el momento de alcanzar una gloria incierta.

Encima de todos cuelga, como tema y arma blanca principal de la obra, el paso del tiempo. Y en la mente de todos se desliza la pregunta sobre si los mejores momentos de la vida ya habrán sucedido o están todavía por venir. Así se nos pasan veinte, treinta, cuarenta años, hasta que llegamos a ser coroneles del mismo cuartel de siempre.

Algún tiempo después, en 1949, cubriendo para su diario el Giro de Italia, sin tener ni una idea sobre ciclismo, el mismo fantasma persigue a Buzzati. “¿De qué serviría aquello que se ha convenido llamar estudios clásicos si los fragmentos que restan en nuestro espíritu no forman parte de nuestra modesta existencia?”, se pregunta, no en un libro de ensayos, sino en sus crónicas deportivas, mientras sube y baja los Alpes persiguiendo a los tubos con dos ruedas. Porque ve, en el mítico –nunca mejor dicho– enfrentamiento italiano entre Gino Bartali y Fausto Coppi, la representación de la pelea entre Aquiles y Héctor narrada por Homero en la Ilíada: el que ahora goza del favor de los dioses se venga del que ya disfrutó sus momentos de gloria. O el joven que gana al viejo porque el dios del tiempo está de su lado.

Fue contra una fuerza sobrehumana contra la que luchó Bartali, y no podía sino perder; es el poder maléfico de los años. ¿Cómo resistir a quien favorecen los dioses? Salpicado por el lodo, la cara gris pero su gesto inmóvil a pesar del esfuerzo. Pedaleaba, pedaleaba, como si se sintiera perseguido por una bestia terrible. Era solo el tiempo, el tiempo irreparable que corría deprisa. Qué gran espectáculo ver a este hombre solo, en esta garganta salvaje, luchando contra la edad. Por primera vez, Bartali ha comprendido que llegó la hora del crepúsculo. Y por primera vez, sonrió. El oso intratable, el de las incesantes muecas de descontento, ha sonreído. ¿Por qué hiciste eso, Bartali?
(La editorial Gallo Nero compiló los 25 relatos en castellano).

Sin embargo, en El desierto de los tártaros –y en the desert of the real como dijo Morfeo– el paso del tiempo es un hecho. Lo que incomoda del cuadro son los trazos sobre cómo lidiamos con él. O cómo tratamos de perderlo de vista, de difuminarlo, poniendo otras cosas más cerca de la cara: la vanidad militar, la buena mesa, las excursiones al pueblo más cercano, el dominio de las manías, reglas y modismos que nos rodean, el amor doméstico a los muros cotidianos y a los turnos de guardia. Incomodar como la más elevada función social de la ficción.

Un buen –mal– día, Drogo, harto de todo aquello, regresa a la ciudad para darse cuenta de que su lugar ya no está. No lo ocupa otro. No. Conversa con la mujer que años atrás amaba pero, aunque ambos quieran simular que no ha pasado nada, es imposible. Ese lugar ya fue borrado por el tiempo. Ya no existe. Giovanni Drogo pertenece a la Fortaleza en la cual seguirá esperando al enemigo para cubrirse de gloria.

Esa mañana de finales de enero, mientras Dino Buzzati salía al campo con el objetivo de celebrar allí su reciente cumpleaños número 65, unos dolores lo obligaron a regresar a Milán e internarse en el hospital. Pasó la noche en la habitación 601 del sexto piso de La Madonina. La siguiente jornada, a las cuatro y veinte de la tarde, dio su última ronda de vigilancia por la las torres de la frontera. “Infine, appena percettibile un respiro corto. Il silenzio.” Así lo describía Vittorio Notarnicola el día siguiente en las páginas que durante años las llenaba su amigo.

Afuera se oía el griterío de los niños que jugaban fútbol. Tal vez Buzzati –como sus personajes lo hicieron en las últimas peleas, como Bartali, como Drogo– sonreía, pensando en este epígrafe, en el testamento que dejó codificado en su novela.

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