La Real Academia de la Lengua Española define a “energúmeno” como “persona poseída del demonio” o “persona furiosa, alborotada”. El uso popular ha extendido el significado de esa palabra hasta incluir en ella a quienes argumentan con violencia, improperios y gritos, que pierden fácilmente el control y adoptan el rictus con que Leonardo representaba a las mitológicas Furias de la Venganza.
Nada raro entonces que los ciudadanos consideren propias de energúmenos a tales actitudes y recuerden casos en los que la firmeza necesaria no debió haber sido reemplazada por la intemperancia:
Hace poco, la retención de un bus que viajaba a Lima, para tomar parte en la Conferencia de la ONU sobre el medioambiente; el incidente promovido para impedir el ingreso de parlamentarios alemanes que venían a observar los trabajos de la cooperación germana en materias ecológicas. En el pasado menos cercano, la expulsión de la Embajadora de los Estados Unidos, los chispazos con el Banco Mundial y el FMI, las diatribas contra la ONU y la OEA, los ataques a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el “métanse esos centavitos por la oreja”, en el caso Yasuní. En lo interno, los 150 y más adjetivos con que sistemáticamente se agravia a quienes no comparten el pensamiento oficial; el discurso demagógico contra “los de siempre”, “la prensa corrupta”; las sabatinas con sus componentes “metafísicos”: la canallada de la semana, la cantinflada de la semana, expresiones revanchistas de complejos sociales o resentimientos políticos, carentes de referentes éticos.
Utilizando, por un instante, la equivocada dialéctica del poder, veamos la que podría ser la “energumenada de la semana”, cuyas graves e inaceptables consecuencias empiezan a manifestarse: el anuncio tronante contra quienes, según el Gobierno, le ofenden usando las redes sociales, aunque no violen ley alguna. Para castigarlos, se levantará un ejército “voluntario” de 10 000 obedientes energúmenos, que después de descubrir al culpable lo llevarán a las arenas de la sabatina para exponerlo al escarnio público. Algunos miembros de ese ejército indignado (EI) ya han anunciado venganzas sangrientas contra el anónimo ofensor y su familia.
Por eso, parecerían estar en lo cierto los que han calificado de energúmenos a quienes, en su altanería y soberbia, prefieren estar poseídos por el demonio de la intolerancia, al que sacrificarían su alma a cambio de permanecer en el poder, y no aceptan las normas que el buen Dios del hombre común dictó para todos en su decálogo.
¡Energúmenos, en efecto, energúmenos impenitentes! ¡Ay de quien disienta de lo que ellos dicen! Lamentablemente, el miedo ha empezado a echar raíces en nuestra sociedad. ¡Pero cada día somos más los que no les tememos a las reencarnaciones de Mefistófeles!